sábado, 19 de diciembre de 2009

Mussolini Love Story

Marco BellocchioHe pasado años escribiendo sobre un coronel del régimen de Francisco Franco, dictador de la España de todos los males de 1939 hasta su muerte, en 1975, y de pronto me doy cuenta de que soy un infeliz inocente. Benito Mussolini, que a mí me parecía únicamente un dictador de andar por Europa en la época de Adolfo Hitler, otra prenda, era sobre todo el padre de un hijo al que ni reconoció ni amó y al que metió en un psiquiátrico para deshacerse de él. Esto lo cuenta la película "Vincere", de Marco Bellochio, en versión del diario francés Le Monde.

En 1915 nacía el primer hijo de ese monstruo de cabeza pintada de calva, un pobrecito bautizado Benito Albino, puro cachondeo del Registro Civil. Era el hijo que había tenido con una joven llamada Ida Dalser, que dedicó toda su fortuna y todo su amor al joven Mussolini. Cuando llegó al poder de las pistolas en 1922, el maldito Duce hizo destruir todas las pruebas de su amorío con Ida, a la que, por precaución, mandó encerrar en un psiquiátrico, esos de antes donde los cuerdos se volvían locos. Luego encerró en un lugar parecido al hijo adulterino. La amante o esposa, la cosa no está clara porque el maravilloso Duce destruyó todas las pruebas que podían relacionarlo con ella, y el fruto de los amores murieron encerrados en la eternidad de la locura.

Ahora les cuento la historia por la que con mi pluma-teclado-ordenador ha denunciado desde hace diez años, cuando llegué a Fuengirola, ciudad de España, en el sur más profundo que los boquerones del Mediterráneo, y que encontrarán en mi próxima novelita, de inminente aparición: "En el nombre del padre".

He contado, cuento y contaré hasta que los tiburones que a veces se pierden por estas playas me quiten el último suspiro, el de García Lorca cuando unos facinerosos con uniforme legal le quitaron la vida años después de que el Duce privara de respiración a la mujer que más amó y al hijo que tuvo de ella.

Érase una vez otra dictadura, la de Francisco Franco, que después de alzarse contra la República de España provocó un cisma ideológico al imponer un fascismo gallego en un país hecho para las ferias, los vinos y las mujeres. El regordete asceta en uniforme con fajín reglamentario de pacotilla anuló el pensamiento de los españoles y durante treinta y seis años, cuentan las crónicas menos severas, convirtió España en un gulag que le habría envidiado seguramente el José Stalin aquel de los cuentos de miedo soviéticos.

Treinta y seis años de dislexia cultural, treinta y seis años de prohibido leer y sobre todo pensar de la que todavía hoy, en 2009, se resienten los españoles. Con su odio por la cultura, relente de todos los males de todas las dictaduras, instauró una manera de pensar unilateral en la que el sexo era cosa del diablo y la vida cosa de la eternidad.

Obtuso hasta el fin de los siglos amén instauró una moral en la que las relaciones extramatrimoniales se convertían en un delito de lesa majestad.

El amigo por el que peleo desde hace diez años debe de considerar ahora que su love story revuelta con salsa picante y pescaíto frito es de lo más banal al lado de la de Mussolini.

En el prólogo de mi libro, escribe el pobrecito: Yo nací en el momento equivocado (1939, principio de la represión tras la guerra civil) en un lugar equivocado (el vientre de una mujer que no estaba casada) y engendrado por uno de los coroneles más fieles al Caudillo, casado y con hijos, que no podía permitirse jugar con los principios morales tan estrictos que el nuevo régimen aplicaba sin que le temblase la mano, ya cansada de firmar sentencias de muerte.

El niño que sin comerlo ni beberlo descubre en el colegio que es un paria porque no tiene derecho a escribir en sus cuadernos el apellido venerado de su padre (biológico, claro) no puede entender las razones de los mayores.

Y hasta que cumple dieciocho años y decide liberarse por sí mismo de aquel fardo de no identidad, el niño sufre. Y cuando cumple 70 años, ese sufrimiento le persigue. Salvo que por una interpretación quizá muy libre del síndrome de Estocolmo, escribe una y otra vez en busca del padre que le abandonó a los ocho años. Búsqueda difícil y cruel que él sintetiza en la escritura, la única arma que ha encontrado para tratar de exorcizarse de su nacimiento ilegítimo.

Y si al leer estas notas les parece que hay muchas contradicciones en la percepción del Padre, no se extrañen. Cuando era niño odió con toda su rabia infantil a aquel Coronel tan importante que le había dejado solo. Pero ya al final de la vida, cuando a veces toca perdonar o por lo menos comprender, se dio cuenta de que todos los días de su existencia había echado de menos a aquel Padre indigno.

El hombre no se ha dado cuenta todavía, claro que no ha visto la película de Bellochio según cuenta el diario Le Monde, de que es un privilegiado de los fascismos que en el mundo han sido. Está vivo, sabe leer y escribir y para cuando se siente solo el médico le ha recetado un güisqui (hasta tres, pero sin sobredosis) con cine o sin cine según su estado de ánimo. Y en los momentos de calma chicha, descafeinado con leche.

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