lunes, 23 de noviembre de 2009

Isaki Lacuesta escribe sobre "Los condenados"




Isaki Lacuesta escribe sobre "Los condenados"








Isaki LacuestaJoseph Conrad escribió en 1911 que "un hombre que se resigna a matar no tiene que hacer muchos esfuerzos para resignarse a morir".

"Los condenados" empezó a cobrar forma en 2003, aunque sus motivaciones probablemente arranquen mucho antes. Aquel año, viajamos por primera vez a Sudamérica. Con Isa [guionista del film], recorrimos parte de Uruguay y Paraguay en autobuses, pero sobre todo Argentina, donde tuvimos ocasión de escuchar muchas historias que nos sacudieron e interpelaron vivamente.

La mayoría eran historias de amistad y desamparo, de héroes y traidores (conceptos que, pronto comprendimos, no eran para nada incompatibles), de estudiantes, funcionarios, burócratas, poetas, soldados y amas de casa que tomaban las armas, y que pese a las distancias que nos separaban de sus protagonistas (océanos, y años tan pesados como siglos), nos resultaban extremadamente próximas y reconocibles. No todas aquellas historias terminaban mal del todo, pero lo más notorio es que ninguna terminaba del todo bien. Y había en todas ellas algo aún más inconfundible: ninguna era un juego.

Aquel mismo año, acompañé a un buen amigo nuestro, el cineasta Pere Vilà, a filmar las excavaciones de una fosa común de la batalla del Ebro. Aquella excavación debía ser la primera que se realizaba en Cataluña con métodos científicos y criterio arqueológico, pero el ayuntamiento de turno no tardó muchos días en prohibir los trabajos (al parecer, las elecciones quedaban demasiado cerca y la guerra demasiado lejos, o quizás fuera al revés), por lo que proseguimos trabajando de forma clandestina, hasta que llegó una orden formal, después una patrulla, y al final ya no se pudo seguir de ningún modo. De aquellos días extremadamente calurosos (cuyas imágenes terminaron en el documental "Soldats anònims"), lo que más recuerdo son las moscas y los insectos, nuestros gorros de veraneantes y la ropa ligera de excursionistas campestres, los pies desnudos en la tierra, y el margen de un campo de trigo del que los excavadores extraían pedazos de hueso diminutos, destrozados después de tantos años de trabajo agrícola. De vez en cuando, los hombres de las palas maldecían en voz baja a los hombres de las azadas, y después seguían trabajando. Aquello tampoco era un juego, aunque estoy seguro de que, visto desde fuera, debía parecerlo. Por las noches, sentado en el único bar del pueblo que cerraba de madrugada, procuraba refrescar la cabeza y ordenar los sucesos del día escribiendo en un cuaderno. Ahora que he vuelto a leer aquellas notas, veo que en ellas predomina mi propio desconcierto: "El oráculo ya se lo prometió: si luchaban por la tierra, esta tierra sería suya para siempre. Pero el oráculo no contaba con los arqueólogos e historiadores".

La perplejidad de aquel verano extraño ha terminado plasmándose en uno de nuestros personajes: Pablo, el caracter más incompleto, forzosamente el más inacabado, de Los condenados, hijo de una víctima de la dictadura que trabaja buscando los restos de un desaparecido en las proximidades de una fosa común.

Esta expresión, por cierto, "fosa común", nos pareció de una precisión extrema, aunque su exactitud no radicara en la "fosa" (a menudo más bien una zanja, el recodo de un camino, un lago turbio o el fondo del mar) tanto como en el adjetivo: "común". Lo compartido. En Argentina, Chile, Argelia, Ruanda, Uruguay o Perú, en Granada y el Delta del Ebro.

Leíamos a Conrad ("Bajo la mirada de Occidente", el libro en que retrata, desde su perspectiva anglosajona, los movimientos revolucionarios previos a la Gran Guerra), y en paralelo, escuchábamos relatos que amigos y conocidos habían vivido en carne propia hace bastante menos. Cuando leímos "La voluntad" de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, la crónica imprescindible sobre la lucha armada en Argentina, a veces reconocíamos a los razumov o ivanovich reencarnados, discutiendo con acento cordobés o porteño sobre la dignidad, la responsabilidad y la supervivencia.

Otra amiga argentina nos hizo leer los textos de la polémica sostenida recientemente entre Óscar del Barco, Héctor Jouvé y otros viejos guerrilleros, como Ciro Bustos, que recordaba su primer encuentro con el Che: "Lo primero que nos dijo fue: "Bueno, aquí están: ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de ahora consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren que a partir de ahora viven de prestado".

Treinta años después, todos los personajes de "Los condenados" viven, o mejor dicho, sobreviven de prestado. Incluso los más jóvenes.

Mientras preparábamos la película, un compañero nos propuso trasladar la historia de "Los condenados" al contexto de Bosnia. Rechazamos la idea porque, precisamente, esos treinta años largos, invisibles, las huellas de ese lapso que en la película nunca aparece en la pantalla, son el tema principal de esta película. Todo lo que queda en medio (un abismo, el temblor de la vida cotidiana) es lo que nos gustaría que el espectador encontrara en los rostros, voces y gestos de Martín, Raúl, Andrea, Vicky, Luisa y en los todavía jóvenes Pablo y Silvia.

Notará el espectador hispanohablante que los intérpretes de esta película son argentinos. Esta decisión era la más natural, por diversas razones: los orígenes del proyecto, nuestra admiración hacia el altísimo nivel de los actores de aquel país, y porque, dadas su edad y procedencia, era de suponer que a todos ellos les hubiera tocado, en mayor o menor medida, conocer o vivir de cerca personas y hechos semejantes a las de nuestro relato. En este aspecto, estamos enormemente agradecidos a los actores de Los condenados por la generosidad con la que se implicaron en este proyecto y por las ideas, propuestas y correcciones con que contribuyeron al guión.

El espectador, sin embargo, también podrá notar que en la película nunca se hace referencia a ningún país, fecha o grupo guerrillero concreto. Que cada cual la ubique dónde y cuándo prefiera.

Nunca podremos saber qué hubiéramos hecho de haber sido otros, si hubiéramos nacido en algún tiempo o lugar distintos a los nuestros, y fuéramos obligados a afrontar como propias las circunstancias que no nos han tocado nunca en suerte ni en desgracia. "En su lugar, yo..." probablemente sea una de las locuciones más ilusas y falsas de nuestra lengua.

Pero esta imposibilidad no nos exime, más bien al contrario, de intentar llegar a conocer qué es "lo que nos hubiera gustado hacer". Nuestro propósito es que los espectadores de Los condenados se pregunten cómo desearían haber actuado en situaciones semejantes a las de nuestros personajes. Esa misma pregunta es la que nos ha impelido a hacer Los condenados.

Otro amigo, en este caso un crítico de cine, buen conocedor de las estrategias de marketing, nos pidió que nunca más dijéramos que ésta era una película moral. Como cineastas, por desgracia, no nos queda otro remedio que llevar la contraria a nuestros amigos críticos, así que vamos a repetirlo: hemos intentado que Los condenados sea un relato moral.

Casi un siglo después, aún nos inquieta pensar en lo fácilmente reversible que puede llegar a ser la frase de Conrad. "Un hombre que se resigna a morir no tiene que hacer muchos esfuerzos para resignarse a matar".

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